Jesús era judío, los apóstoles eran judíos, los primeros discípulos eran judíos y Jerusalén era la sede de la primera comunidad cristiana. Su herencia y su cultura eran el Antiguo Testamento, Moisés, el Templo, el sábado y la sinagoga, y la circuncisión.
A medida que la Iglesia crecía por la predicación de los Apóstoles, crecía el gozo y la alegría de la conversión, crecía el poder de Dios y su salvación, pero también crecían los problemas y las diferencias – como vamos a escuchar en la Misa del Sexto Domingo de Pascua.
Los nuevos cristianos tenían otra cultura, otros ritos, otra música, y eran de “otro mundo.” Los nuevos cristianos querían ser de Cristo, no querían ser judíos. Querían ser sellados con el Espíritu de Jesús, no con el espíritu de Moisés. Y querían ser de la nueva Iglesia de Jesús, no de la vieja sinagoga.
Y ahí están, en discordia y lucha, entre lo nuevo y lo antiguo, entre judíos y gentiles, entre los de siempre y los recién llegados, entre los obreros de la última hora, y entre Jerusalén y Antioquia. Para resolver los varios conflictos acuden a la autoridad, a los Apóstoles y presbíteros (sacerdotes) de la sede central que está en Jerusalén. Y allí se celebró lo que se conoce como el Concilio de Jerusalén para resolver el conflicto principal entre la ley de Moisés y la fe en Jesús, entre lo nuevo y lo viejo, entre judíos y gentiles.
Y ¿cómo fue su respuesta? “Es decisión del Espíritu Santo y nuestra también no imponer ninguna carga innecesaria.” Diciendo, en efecto, “La herencia que Jesús nos deja es su Espíritu y su paz. De esta herencia tenemos que vivir porque no se agota. Es el Espíritu Santo que hace presente la acción del Padre. El Espíritu Santo es el maestro de la Iglesia, por eso cambia. Y el Espíritu Santo es el maestro de la fidelidad para la Iglesia y para cada cristiano.” ¿Que es lo que su respuesta nos puede enseñar hoy en la Iglesia y en nuestro “mundo?”