En la parábola del Buen Samaritano (Lucas 10, 25-37), el doctor de la Ley estaba interesado en saber qué tenía que hacer para heredar la vida eterna, y de la mano de Jesús va a encontrar la respuesta concreta. Al final, experimenta una invitación a salir de los estrechos moldes de la fe judía para acercarse a toda persona sufriente y doliente. Jesús va a poner patas arriba todos los planteamientos anteriores.
En la Ley del Antiguo Testamento estaba muy claro quién era el prójimo. Era el perteneciente al pueblo de Israel. Lo genial de Jesús es que define la proximidad no como un dato objetivo, que está ahí presente ante uno. Ser prójimo depende no del otro, sino de nosotros mismos. Si somos capaces de acercarnos al otro, existe el prójimo. Si estamos cerrados en nosotros mismos y en nuestros propios intereses, el prójimo no existe.
Los sentimientos de compasión del samaritano no se quedan en meros sentimientos, sino que le llevan a tomar diversas medidas prácticas a favor del herido. Siguiendo sus huellas, también la Iglesia hoy quiere ser “una Iglesia samaritana” para tantas personas, los inmigrantes por ejemplo, que siguen cayendo en mano de los ladrones.
Que la celebración de la Misa este domingo haga de nosotros “ministros de la compasión,” capaces de curar las heridas de nuestro mundo, de nuestros vecindarios, de nuestra familia parroquial, y de nuestras propias familias.